A mí me pasó una cosa rara con mis aficiones al baloncesto. Yo era del Cajamadrid. Ya veo las caras de extrañeza. Claro, es que ese era el equipo de baloncesto de Alcalá de Henares. Jugaron unos tres años en ACB, bajaron, siguieron bajando, y desaparecieron. Y luego me hice del Joventut de Badalona. Por Villacampa, por Jofresa, por Montero, por Margall, por la política de cantera en resumen. Pero era evidente que ir a ver a la Penya (se pronuncia peña, es el nombre familiar del Joventut). Cuando tuve tiempo y dinero empecé a ir al baloncesto en directo en Madrid. ¿Pero a donde podía ir? Pues o a ver al Real Madrid CF ¡Aggggg! ¡Nooooo! Mi antimadridismo existencial me lo impedía. Entonces descubrí al Estudiantes. A priori compatían mi antimadridismo, y ya sabía que la afición de la Demencia eran muy divertidos y nada violentos. Ahora soy un demente pasivo. Aunque hace como dos temporadas que apenas voy a los partidos.
Bien, contado todo lo anterior... ¿a qué viene en realidad lo anterior? Pues ocurre que en las últimas dos semanas han ocurrido tres momentos donde mis amores y odios baloncestísticos los tenía complicado de administrar.
En concreto hoy juegan Maccabi de Tel Aviv y Real Madrid CF. No sé a cual de los dos odio más. Ojalá perdieran los dos.
Pero es que el viernes pasado en los octavos de final de la Copa jugaban Estudiantes y Joventut. Lo mismo, pero al revés: ojalá ganaran los dos.
Y es que es casi imposible ver un deporte y no apoyar a uno de los dos equipos. Si no, no entras en el juego y te aburres. Otra forma rápida de identificarte con uno de los equipos es apostar, pero ya es más forzado y egoista.